viernes, 19 de julio de 2013

"Rejected", de Don Hertzfeldt

Por favor, hay que ver el corto antes de todo. El texto lo estropea.


En algún mundo perfecto, este cortometraje se estudiaría en las escuelas; en otro, habría ganado el Oscar al que estuvo nominado en 2000; acaso en otro "I am banana" sería un cliché fraseológico tan mundialmente conocido como "yo no he sido" (o "wosel wosel"); aquí nos conformamos con verlo una y otra vez, con no resistir la carcajada en cada secuencia, por más trillada que la tengamos.
Dando sentido a lo absurdo, Hertzfeldt ya le había dado la vuelta a unos cuantos tópicos en Billy's Balloon, reverso tan divertido como envenenado de Le ballon rouge; si aquí, en el mediometraje francés (obligado verlo), el globo connotaba toda la ternura de que era capaz un continente devastado por el fantasma de la última Gran Guerra, allí, en la gamberrada del estadounidense (para echar el rato), el rojo denota la violencia con que algo en apariencia tan cándido como un globo es capaz de maltratar a un mocoso.

No solo la cuchara era demasiado grande.

Con una estética a sabiendas paródica de las recopilaciones de imágenes descartadas (aquí el pretexto es que al dibujante le encargaron las cortinillas para un canal de dibujos animados y una compañía publicitaria), la inteligencia creadora de Hertzfeldt deconstruye todos los tópicos imaginables, a medio camino entre lo naíf (esa fiesta solo para sombreros tontos) y lo abiertamente gore (la cuña de "I'm the King of France" lo deja a uno entre la risa nerviosa y la perplejidad), sabiendo asimismo distanciarse del chiste de trazo grueso (el bebé cayendo hasta el paroxismo sabe zafarse de la zafiedad, por no mencionar la ¿palomita? a la que le sangra el ano -sic- mientras sus compañeras están demasiado ocupadas bailando como para prestarle atención). El animador controla  los patrones de construcción hasta tal punto que incluso en los intertítulos es capaz de meter una pulla hacia los usos que la sociedad considera "normales". Por no hablar del contraste (la insignificancia -solo aparente- de las imágenes con lo grandilocuente de la música) que supone, entre bloque y bloque de contenidos, escuchar el segundo movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven.

Y tanto que lo somos.

Puestos a tomarse en serio, el final del corto le confiere una grandeza que reafirma la validez irónica del discurso anterior. Algo ha salido mal, las animaciones comienzan a perder el control, la ficción sobrepasa sus límites (solo por la secuencia dibujada con la mano izquierda ya merecen la pena los nueve minutos) y se revela capaz de contener lo real al volver explícitos sus mecanismos. Y ahí es cuando la ilusión fílmica, lejos de desmoronarse, se expande. Los personajes luchan por salir del papel a medida que su mundo se va corrompiendo; las fronteras del discurso particular se disuelven, como los cauces identitarios, en un Ragnarok que borra de improviso cualquier sonrisa. Ahí la grandeza (luego vendrían otros proyectos igual de buenos, como la trilogía que comienza con Everything Will Be OK), enorme, de esta obra maestra.

Tan perdidos como ellos.


Momento idóneo para ver el corto: Tres veces al día, cada ocho horas, para ver si nos cura como un medicamento.

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