jueves, 3 de noviembre de 2011

Soñadores, de Bernardo Bertolucci



"We are the music makers,
and we are the dreamers of dreams,
wandering by lone sea-breakers,
and sitting by desolate streams"
(Arthur O'Shaughnessy)

(contiene tanto spoiler que espero que no lo parezca)

La vida como película (la propia Isabelle fecha su nacimiento con Al final de la escapada), la pantalla como protección de una realidad no sometida al encuadre, no prefijada por un guionista que se encargue de conferir sentido a lo que nada significa. El extranjero como ojo distanciado, espectador capaz de transitar por el territorio de su ensoñación. París, mayo, 1968, el contexto histórico como metáfora de la necesidad de mentira a veinticuatro imágenes por segundo, la ilusión de que, apartándose del transcurrir, resulta posible instalarse en el fotograma, la perversión ingenua del aplicar el encorsetamiento de la doctrina a lo que nunca tiene un final feliz. Un cuento de hadas escrito por el marqués de Sade.

El Nuevo Testamento del cine

«No conozco a nadie», les dice Matthew a sus recién descubiertos Siegmund y Sieglinde, en su orfandad cohabitante con dos formas de vida que simulan ser sus padres. Él, tan niño como para comparar la inspiración con un bebé, prefirió las sombras de bohemia («los poetas no firman peticiones», escupe) a la práctica de cualquier inteligencia, mientras solo es capaz de justificarse dejando cheques por toda la casa. Frente a la esterilidad de la teoría, la nueva proporción áurea, la del recién llegado al paraíso, donde todo encaja. Acabo de conocerte, Isabelle-Gretagarbo, luego me masturbo.

Como en un espejo

Pero siempre ahí Europa, esa vieja redicha custodia del mito con licencia para interpretar («los americanos no tenéis ni idea de vuestra cultura»). El místico era Chaplin; el prosista, Keaton. En su infantilismo perpetuo, ese que desconoce la palabra incesto, los dos hermanos se confiesan doblemente huérfanos, de sus padres y de sus clásicos; con nostalgia de absoluto, Isabelle-Venusdemilo, esfinge toda enigma, se convierte en sacerdotisa de Dylan, de Jimi Hendrix. Entretanto, el juego, el que identifica cine y existencia («one of us», cantan a coro los freaks tras correr bande à part por el Louvre), y el otro, aquel tan inocente que pide como prenda que Isa y Matthew hagan el amor, "La mer", olas de música durante el desnudarse ella. Theo, dios vigilante y vigilado luego de su ejercicio de onanismo, fríe huevos escuchando el canto de las sirenas de la policía y el gemir de su hermana. Corre la sangre como chorrea el aceite de la sartén con el desvirgo de la maja de Goya; le pareciste tan moderna, sí, pero ella estaba actuando. «Sabía que las cosas no podían seguir igual. Había subido la apuesta».

"We're on the road to nowhere..."

Se prolonga la travesura, a la deriva cuando los niños quieren imitar a sus mayores. «¿Y ahora qué hacemos?» Isabelle-Gilda quema el almuerzo, en la basura tampoco hay nada, pero los papás no lloran. La singladura prosigue con la discusión de los machos en la bañera, la cámara ya metamorfoseada en ojo de la cerradura, vehículo hacia lo inconfesable. Ella menstrúa, podemos seguir jugando.
«Quiero que me digáis que me queréis», pide Mat. Esa variable no estaba en las reglas, la mayor prueba de amor es rasurarse el vello púbico, para seguir siendo niños («nadie hará el amor en mi cama», sentencia Isa a las puertas sagradas de su dormitorio, vigilado por un peluche), para poder seguir lo que establecía el guion. Mao-Bertolucci, quien realmente ha tramado esta perversidad, se encarga de recordar lo imposible de la ficción; Jim Morrison es su profeta: «I'm a spy in the house of love». ¿Todavía no se siente el espectador culpable? Todo es víctima, ella vuelve a escuchar a Trenet y llora, con ese llanto sin motivo que tan bien lloran los inocentes. Isa y Mat deciden engañarse, representan a dos actores que se citan mientras los disturbios se encargan de romper el velo del fingimiento. Tanta verdad concluye insultante, insoportable; no habrá mañana, «solo quiero que me digas que es para siempre». Hasta el cine es cruel en su temporalidad.

La carne se hizo mito...

... y el mito se hizo carne

La bruja son los padres. El poeta, que entonces como antes no se atrevió a dar el paso más, se escandaliza no ante el desnudo casto de sus hijos y el extraño, sino porque los críos han bebido su vino. La solución vuelve a ser la misma, otro cheque, transmutado en hoja de parra por cuanto trae como consecuencia el descubrimiento del pudor (así el intento de suicidio; Isabelle-Eva quiere instalarse, instalarlos, perpetuos, en un paraíso siquiera artificial). Pero ni la muerte es posible. Inadvertida, estuvo ahí desde el inicio, con la amenazante tiranía de su orden. Una realidad aplastante que tiene que llegar siempre a destiempo para fastidiar el simulacro, una vida solo soportable con una cantidad de mentira en proporción directa a su crudeza, que entra en forma de piedra que rompe el útero del sueño colectivo («la calle ha entrado por la ventana»). Mayo del 68 fue la imagen intoxicada de una borrachera adolescente. Quienes tanto urdieron por hacer fracasar el Estado son hoy sus principales valedores. Pero eso es otra película. Se terminó el juego. Se terminó el sueño. «Je ne regrette rien».


Momento idóneo para ver la película: Casi a cualquiera, si puede ser de noche.

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